Pero la evidencia es ineluctable: una sucesión de recurrencias polarizadas, fluctuantes entre la venganza y eso que tradicionalmente podríamos llamar amor; lo etéreo por antonomasia, condición insondable de la vaguedad de nuestra certeza sentimental, expresada en portazos, objetos a los que colocamos alas sutilmente para arrojarlos de manera agresiva sobre las frentes y abrir cicatrices. Mil veces malditos clichés de la violencia derivada del rencor.
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