martes, 5 de abril de 2011

De lo provisorio

Las paredes respiran, o esa es la impresión que dejan llegar a Palo Alto, el último punto en la altura para observar la caída de los cielos y el agua, formulando en su posición aérea el diálogo con las regiones mortales de la tierra. Es a través de la lluvia que todo lo yaciente en la anomía reverdece, actuando bajo un embrujo sumo. Si hubiera que elegir entre dejar al rocío caer sobre una cama de hojas secas, donde los insectos elaboran su delicada cultura, o sobre los cementerios donde las rocas adquieren rostros nuevos, llevando sobre sí el nombre propio de quien ahora alimenta enredaderas o dota de sabia vivificante a un árbol de guayabas, el sabor del fruto maduro es de incidencia decisoria inobjetable. Basta atravesar el umbral enmohecido, ver las cruces multiplicándose como osarios o plumas de ave, y el aroma inmediato trae a presencia lo comestible.

Y mira, puedo recordarte tomándome de la mano para hacerme subir al árbol con sus hojas como palmas abiertas. Tenias en la boca la carne de los frutos rodeando el contorno de tus labios, y yo pensaba en el tiempo que nos llevaría encontrar los caracteres rocosos, los indicios de una naturaleza apoderándose de los monumentos humanos. Pero no era tan importante, yo quería besarte, y una mordida dulce era suficiente para enfocarnos en la antropofagia, ese modo de invocar otro tiempo. Y por ahí se puede leer el sacrifico de amor cortés de los amantes, corazón bajo cubiertos en la equidistancia de los bordes del plato, y la ingesta diegética, la narración que lleva a la sangre entre los molares y el trabajo de los incisivos la vida del otro, su latido suave. Una historia, y tus ojos abiertos como enigmas, mientras afuera la lluvia