sábado, 5 de septiembre de 2009

Partir los cráneos

Pienso, o escribo estas líneas en la página que se inscribe en mi imaginación, desde la esperanza del patíbulo barnizado por el crepúsculo.
-Los cráneos… Los constantes cráneos… Las noches de los cráneos se hicieron cotidianas; salieron de la clandestinidad y la gente empezó a gritarlas con las miradas y a huirlas con las palabras.
Al principio, me fue confiada la actividad de aplastarlos y me dotaron de facultades casi redentoras. Todas aquellas cabezas cubiertas, cuerpos atados y bocas amordazadas, eran objetos indeseables que los puritanos del lugar elegían para curar al mundo de la hambruna y la pobreza.
La gente preocupada por la comunidad se organizaba en brigadas pequeñas para cazar a la escoria en cuanto la luna asomaba tímida entre la niebla. Las calles dormían deliberadamente mientras los vagabundos eran sometidos (labor que no resultaba difícil, dada su lastimera condición). Una vez terminada la cacería acudían al callejón y la casa escogidos cuidadosamente para no evidenciarse demasiado; por supuesto, todo lo hacían con la más profunda precaución o, mejor aún, con la más ingenua precaución.
Yo recibía ese cuerpo para sujetarlo sobre la mesa de piedra. Los instrumentos estaban dispuestos: la bata, la franela y el mazo recargado en la pared. Ese breve preámbulo concluía con un seco y contundente golpe en la cabeza del indeseado que desparramaba la materia encefálica por la habitación, lo cual implicaba un arduo trabajo de limpieza, pero el dinero lo valía.
Quizá sobra decir que estas nobles personas alcanzaron en poco tiempo su objetivo: los indeseables eran una especie extinta. Lo lamentable (para ellos) fue no poder congratularse públicamente de su triunfo y, mucho menos, recibir elogios por el mismo. El solitario gozo de su éxito no fue el paliativo pretendido para su no declarado vicio. Se vieron en la incapacidad de comunicar sus logros de enormísimo altruismo por temor a las represalias morales, por lo que hubieron de buscar no sólo formas de valorizar su imagen, sino de no perder la costumbre de cada noche.
Fue así que de la escoria social siguieron los herejes, los impíos que miraban al ocio con avaricia, que creían en la pasión como la única vida; individuos de elegancia intachable, pero que sirvió para juzgarla como la máscara demoníaca del pecado. En ese tiempo temí un poco por mi empleo, ya que algunos consagrados pseudo-profetas defendían la idea de las condenas medievales, más por la exhibición que por la tortura física, pero se vieron forzados a desistir de su propósito después de que se hiciera general la tormentosa suposición de que ellos mismos se verían condenados después de mostrar tales métodos. Respiré aliviado.
La obsesión por encontrar culpables de la ruina inevitable los llevó a una esquizofrenia creciente. Los miembros de las brigadas aumentaron y los dogmas se fortalecieron con un espíritu de intransigencia perseguidora y mis noches se volvieron más pesadas; aunque no dejaron de ser un buen ejercicio para los músculos.
Los herejes eran difíciles de cazar. Estaban bien alimentados y hasta fornidos, por lo que las estrategias de cacería tuvieron que innovarse, y mis brazos tuvieron que aplicar más fuerza sobre esos duros cráneos.
Las presas se fueron agotando de igual forma, y no precisamente por las habilidades de los cazadores, sino por un triste extranjero despistado (que luego habría de pagarla) llegado un fatídico día (para él) con ideas de conversión y redención religiosa. Los supuestos heresiarcas no tardaron en refugiarse bajo ese manto que se les ofreció caído del cielo. Quien tardó en recuperarse fue aquel hombre, porque de allá arriba hasta acá no es para esperar menos que ambas piernas rotas.
Después de predicar la hermandad que los vagabundos habrían de maldecir por llegar tan tarde, un grupo de ortodoxos preparó un asalto al hogar del extranjero que al final tuvo éxito para aprehenderlo con sigilo y llevarlo a mi hogar.
Su cráneo era frágil y eso me facilitó las cosas. Era casi un cadáver y la sangre en su cuerpo era escasa. Con este trabajo la situación volvió a una neutralidad de cualidades explosivas. Los herejes dejaron de serlo, y nadie podía recriminarles lo contrario. La tensión persecutoria imperaba en la atmósfera, pero no había a quién perseguir. Los dedos tronaban, apenas se parpadeaba. Las extremidades de cada persona se anquilosaron, paradójicamente, en un movimiento dubitativo pero uniforme. Mientras, el mazo aguardaba sobre la pared, mis manos por unas monedas y mi estómago por la comida que compraran aquéllas. Mi oficio, por su parte, ya no era un secreto para nadie.
Un par de ciudadanos estoicos resistieron hasta el derrame cerebral la presión de incriminar y condenar. Bastaron estos dos casos para comprender la urgencia de idear una solución que les evitara sucumbir. Fue la ocurrencia (involuntaria, por cierto) de un hombre que germinó el supuesto de que su vecino conspiraba contra él para arrebatarle a su esposa y heredar sus propiedades, cosa extraña de pensar de una persona ciega y muda. Esa ocurrencia lo llevó a perpetrar el secuestro nocturno y encargarme un nuevo trabajo que reanimó mis fuerzas. Después generó una ola paranoica de desconfianza en la que el día se volvía encierro, para no levantar sospechas fisonómicas, y la noche… también, excepto para quienes jugaban a pensar que la infidelidad, el engaño, la conspiración o las malas miradas, eran prácticas circundantes que no podían tolerarse. Todos eran sospechosos porque la ley así parecía disponerlo.
Fueron los días más laboriosos de mi carrera, a pesar de haber sido pocos. Cada noche atendía una gran cantidad de solicitudes que me provocaron calambres bastante fuertes.
La gente no tardó en notar la autodestrucción inminente a la que se estaban forzando. Tal vez esa, aunque fugaz, muy desmesurada persecución de culpables había agotado completamente sus deseos por continuar con su actividad. Los que aún quedaron se vieron pronto en un estado de relajación placentero. Pero al ver la desastrosa situación en que se hallaban no demoraron demasiado en deslindar culpas.
Y es así como llegué a ser el villano del lugar. El demonio encarnado que ofrecía la tentación de resolver los padecimientos compulsivos de cada persona a través de una solución falaz, de una bajeza indecible. Fui condenado a una muerte democrática, es decir, de la que todos van a participar con vituperios y pedradas.
La noche cayó con la hoja de la guillotina mientras la gente agradecía a alguna entidad divina el haberlos librado de mi perniciosa influencia. Al final, mi cabeza rodando hacia la multitud casi alcanzó a ver a quien tendría el próximo oficio de partir los cráneos, porque pretextos nunca faltan.