lunes, 13 de diciembre de 2010

X,T,C,SA, Mesa de la Hierba

Mira todas esas formas que van surgiendo como augurios en torno al cielo. Le dije, mientras la veía mover la rama de un lado a otro, haciendo espacio para poder caminar. Se detuvo. La música había cesado, dejando en su lugar el rumor de los pinos, el avanzar sigiloso de los grillos. La naturaleza oculta la mayoría de las veces su lado siniestro, ese modo de imponerse una ley en contra del orden que se quiere dispuesto por Dios, o alguna metempsicosis colectiva: Los gatos monteses son devorados por las cabras, o los coyotes son transformados en ungüentos para aliviar cosas tan desarticuladas como las desconchabaduras. Pero hacía mucho que el magnetófono había cesado de reproducir su letanía. La tarde traía un sol indeciblemente fragmentado y solo podíamos seguir caminando. La sangre de los reptiles. El olor de la leña calentando el interior de alguna casa, o haciendo hervir el preparado de la comida. Eso era fragmentado, moviéndose a una misma velocidad para asemejar constancia, para aparentar un flujo. Lejos había quedado la casa dispuesta en un desorden elemental y justo, abierta a los cambios palpables con los pies descalzos. Ahora frente a nosotros estaba el arrebato de las hojas, imponiéndose en varias capas de densidad visible. Yo te dije… pero entonces un crujir partió el camino entre el lodo y las hormigas. Una mula cargaba un montón de leña, trayendo detrás de sí el cansancio de la mañana. Abordamos el camino, que seguía bajando. Saltaste por entre los millones de hormigas; Tomaste algunas y las hiciste subir en ti para después dejarlas reposar en los murales pintados de un libro. Todavía no lo sabíamos, pero más adelante habría frutos de café, y cosas frescas para dejar caer por la garganta. Por el momento había la vegetación densa, y el recuerdo de un descanso en la base de un árbol, que había traído letras lejanas, de Astillero. Un tal Larssen o Juntacadaveres, demacrado, como un espectro en vida, volviendo del exilio para dejar su marca pardusca en las barras de los bares, entre los iris de comensales más atentos al sabor dulzón de la salsa que a la aparición de un fantasma. Nuevamente te vi dirigir la orquesta con tu rama. Así había más espacio para dejar al hambre llegar desde el exterior de las mandarinas. El libro, por cierto, de dimensiones considerables que albergaría a las hormigas, era de esos que te gustaba llevar bajo el brazo, con la esperanza de hacer surgir un libro más pequeño en su interior, a fuerza de tanto aire y sol y hormigas revolviéndolo como arcilla. Las mulas nos gustaban. Había una blanca comiendo apaciblemente sobre una pendiente, acomodándose para acceder al montículo de hierba. Era blanca, y nos recordó a Constancio Cloro. Yo inventaba la imagen que me permitía recordar en base a lo que me habías contado antes, entre pergaminos rugosos, y tipos rellenos de tinta, para percutir el tambor giratorio. Pero era Constancio Cloro de nuevo. Estaban las montañas después cultivadas, y esa sensación de haber visto antes inscrito en una flecha Mountain. Era así el sopor de la tarde anterior, traído a otra tarde, donde solo faltaba la niebla.