Al parecer el primer bocado del día corresponderá a un vaso de agua con avena. Esta idea constituye un terror para las madres preocupadas por incidir en la buena alimentación de sus hijos, disponiéndoles un balance nutricional que se vuelve difícil de proseguir cuando las distancias aumentan en cierto momento de inflexión vital caracterizado por la partida rumbo al lugar de estudios, o hacia el nuevo espacio donde el joven formula su hábitat independiente.
El proyecto se consuma; estoy sentado frente a la computadora escribiendo, mientras ingiero en continuas cucharadas la avena esponjada con la humedad embotellada que le he adherido. Es imposible no extrañar los desayunos caseros que mamá cocinaba con tanto esmero todas las mañanas, o los experimentos humeantes de padre salpicando de condimentado aroma la cocina, mientras la pequeña perrita de casa movía la cola esperando –sin saberlo- motivar con su expresión el acto de recibir de nuestras manos un trozo de carne, o verduras al vapor, que masticaba influida por los rastros olfativos de la preparación adyacente.
Es un hecho, desde el momento de despegar los pies de la casa, se inicia una travesía que se extenderá por unos meses, años, o el resto de nuestras vidas. Dicha variación necesaria comienza con la comida; Si bien la desidia o la llamada “falta de tiempo” son factores que hacen al universitario comer mal, no son esa clase de cosas conocidas por todos –precisamente por esa atribución de previsibilidad- el principal factor de sorpresa que se presenta en un desdoblamiento de hechos como el que me tocó vivir.
Habiendo nacido en San Cristóbal, y pasado la mayor parte de mí vida rodeado de una oferta gastronómica bien definido –el tiempo llenaría de cierto cosmopolitismo culinario la ciudad, pero eso no amortiguó lo inesperado de lo que encontraría en el DF-, donde el agua de chía representaba una delicia fresca los fines de semana en que viajábamos a Tuxtla haciendo escala en Chiapa de Corzo, la sopa de pan el manjar de las fiestas de las tías de Real de Guadalupe, y el arroz con plátano parte de la comida habitual que abuela nos cocinaba en su casa, no podía estar preparado para lo que inefablemente aconteció de modo palpable desde los primeros pasos entre las calles, el metro, y la escuela: Puestos donde señoras sentadas al lado de cómales vendían quesadillas
-me da una quesadilla, por favor- inocente primer acercamiento
-¿de que la va a querer?- responde la señora, experta en su labor
-de eso que luce gracioso, es… ¿huitlacoche?-
El comestible deseado sale, pero no es lo esperado, había que pedir una “quesadilla con queso y huitlacoche”, para que la preparación se ajustara a lo que tenía en mente. Los pambasos, los tamales fritos, las tortas de tamal, los tlacoyos –mis favoritos, sobre todo de requesón o haba- etc. conforman historias paralelas que articulan el encanto hacia lo nuevo que remite a la vez con nostalgia al mundo hecho, ordenado y predispuesto, que teníamos en casa.
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Publicado en el semanario "Real Jovel" el més de Marzo