domingo, 17 de febrero de 2008

La vaguedad y las causalidades (1)

Yo conocí a Lucía en el café que bebía. Mientras degustaba el sabor amargo, su cuerpo ensombreció el libro que había dejado indiferente sobre la mesa y el líquido actuó como difuso reflejante. Al principio lo miró con un aire acusador y molesto (como ella me lo reveló poco después) y se sentó en la mesa que estaba detrás de mí. Al principio no le presté mucha atención, sólo le dediqué una mirada a su rostro en el que después vería tantas de mis aspiraciones. Pedí un postre para acompañar el café, ella no reprimió un comentario acerca de mi mal gusto culinario, y contesté en la forma en que solía hacerlo, otorgando la razón. Ella calló durante un rato hasta que volteó su rostro.

- Encima mostrarte como lector cliché, seudointelectual, seguramente cargas la antología de cuentos releídos.

- Sí, soy bastante cliché en mi apariencia, gracias por juzgarme de seudointelectual, es mejor que denostar con la mirada.

- “Denostar con la mirada.” Qué evidente impulso por imitar a tu único autor.

- Que también has leído…

- Lo suficiente como para no hacer propaganda de mi gusto por la lectura con su imagen.

No supe qué responder, en ese momento no encontraba el ánimo de confrontarla. No había dejado la portada a la vista intencionalmente, pero después de sus comentarios me di cuenta de que efectivamente el autor, aunque de mis favoritos, era ciertamente muy utilizado como referencia en las charlas diurnas en el café. Decidí entonces dejar la portada contra la mesa, y ya preveía una nueva crítica.

Nada…

- ¿Un mal día? –le pregunté como con una necesidad por continuar la charla.

- No, sólo uno en el que siento más ganas de hablar.

- Lástima que tenga que ser la víctima de tus… –iba a usar “eventuales necesidades comunicativas” pero no quise arriesgarme a una nueva arremetida- ganas…

- Descuida, a veces los días son de enojo y entonces tal vez se habría manifestado de manera corpórea arrojando tu libro hacia la calle.

- Casi parece que sólo entraste a este lugar –que era bastante pequeño, con tan sólo cinco mesas- a molestar a alguien.

- Ya te lo he dicho, son sólo ganas de hablar.

- ¿Te gustaría probar un poco de mi mal gusto culinario?

- Ejerzo el oficio de ayudante-burocrático, hábil en el almacenamiento de archivos, elaboración de etiquetas, una aburrida carta de vez en cuando y me es imposible no recostarme en el sillón sin dormir al menos media hora.

- Sin el sillón, somos exactamente iguales.

- ¿Sí? Qué interesante…

Ese tono de indiferencia cortó súbitamente la espontaneidad. Con la poca habilidad que poseo -y que entonces poseía también- de generar una conversación atractiva, o por lo menos entretenida, me había llenado de la típica presión que me provocaban las situaciones semejantes. Entonces ella soltó una pregunta.

- ¿Nada qué decir?

- Te recomiendo cocinar la palabra que aborrezcas.

- Perdí la receta hace tiempo.

- La conseguiré para ti, alguna vez intenté prepararla.

- Está bien, me has recordado bastantes palabras que me agradaría probar.

- En algunas ocasiones estoy aquí, a esta misma hora, pero sin día específico, tal vez puedas escuchar en el edificio de la esquina el sonido de un sello presionando las hojas, las grapas uniéndolas o las teclas de la computadora, somos bastante parecidos en nuestros oficios.

- Tal vez te busque aquí, no quiero volver al ambiente del que escapo, al menos no en el mismo día.

- Hasta entonces…

- Ya habrá tiempo para nombres, toma mi número, pero no llames hasta dentro de una semana, si es que no coincidimos en este lugar.

- Como tú digas…

Quise ejercer la entretenida actividad de colocar palabras en su pensamiento, pero apenas las vislumbraba en su paso fugaz por mi cerebro; desistí inmediatamente. Debo tener esa receta como separador seguramente…



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