jueves, 10 de enero de 2008

Del terror lactoso con manchas negras

El corazón de la vaca parecía palpitar sobre la mesa de la cocina. Tenía la “ “ de las cosas vivas, que fluyen tras de lo innombrable con ímpetu autónomo.

Precipitándose en sollozos, Amanda llamó a su padre para que contemplara con propios ojos el prodigio que acontecía en la mesa con una regularidad autora de aun más escalofríos, dada la necesidad de un designio arbitrario para su realización.

A cada ciclo de expansión y contracción, el movimiento del músculo era acompañado de un salpicar de sangre en todas direcciones, que para el momento en que Montenegro ingresó a la habitación en rápido seguimiento de los alaridos de su primogénita, llevaba cubierta la mitad de la mesa con su rojizo tono de aspecto bovino.

Augusta, madre de familia y cocinera experta, había elegido tal trozo de carne precisamente por la vitalidad que desplegaba en el puesto de embutidos-lácteos-y-demás-hasta-el-fondo-a-mano-derecha, en el que acostumbraba a realizar las compras de la semana, siempre dispuesta a dedicar el tiempo necesario a la selección de los más frescos e indicados ingredientes para su alta cocina. Por este motivo, al descubrir un hecho atribuible a un mero error de selección correspondiente a la presencia del imperdonable punto ciego en su capacidad culinaria, dio un primer paso cargado de autoridad hacía el objeto cuyo accionar hacía burla de ella, y lo seccionó en un limpio batir de cuchillo, deteniendo definitivamente sus palpitaciones.

El acto causó gran impresión en Amanda, quién no pudo conciliar prontamente el sueño esa noche. Al siguiente día, cargada de pesadumbre y somnolencia, bajó por las escaleras que conectaban un pasillo en el segundo piso con la sala de estar, y al pisar a la altura de la tercera grada sintió un líquido pegajoso que escalaba con avidez su volumen.

Un corazón palpitaba en la cocina, y a cada diástole-sístole contribuía a la inundación de la casa, la cual quedó totalmente sumergida para el medio día. Al consumarse el acto, un mugido se escuchó resonando secamente y sin eco, desde una lontananza indefinible.

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