sábado, 29 de agosto de 2009

Paisaje al atardecer

Mi amada loca que riza y risa, va dejando la leche quemada ser aroma cierto entre el dulzor de los gladiolos. Con sus dedos tensa el aire de cuerdas voluminosas y ligerísimas, y canta su voz amplia como la distancia de las palmas de sus pies a las de sus manos: fresca línea que toma su espalda haciéndola plaza de lanzamiento y de ver volar y volar su faz de amanecer. ¿Qué puede decirme cuando la interrogo con la mirada nocturna que se va cultivando camaleónica entre fugaces luces? Puede decirme, amada mía, la tierra suave de lo esteros, mírela correr la dorsal de los cocodrilos, cruzar el bostezo de los anfibios sin nombre que se procrean desde la aurica incursión del sol a los espejos de agua, elevarse en espasmos monosílabos hecatómbicos y nucleares. Luego usted me observa mientras va sacando esferas multicolores del agua, es la materia con que se imprime sobre los juncos extendidos una vez que se han secado a fuerza de poemas andróginos. La fertilidad es otro paso en la reproducción de los versos exactos, que lanzamos amarrados a flechas hacia el corazón de las rocas, estas poetas, que viven del ocio sagrado, se abren al recibir el impacto, cediendo con su mismo centro el secreto que puesto sobre el fogón, revienta con el ruido instantáneo de las hojuelas de maíz, dejándonos un festín enfrente, lleno de formas alargadas como peces, vino, y vegetales verdes y azules. Entonces mi amada pone a calentar un poco de leche hasta que hierve, y se derrama; es ahí de donde venimos, de ese olor limpiando el espacio ocupado por ausencia entre la mesa y el florero. Es momento de extender un brazo que rodea su cintura, de soltar la voluntad libérrima de su cabello, de soñar despiertos que soñamos.

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