jueves, 6 de agosto de 2009

El tzin-tzun-tzan

La mujer tenía puesto un vestido negro con estampados florales, único vestigio de una realidad que se presentaba fuera de la cocina. Encima un delantal blanco embadurnado con rastros de sangre y manchas de todo tipo de alimentos, la hacía lucir desalineada más allá del grasoso cabello que se aposentaba enmarañado sobre su cabeza, en juego perfecto con el tono del maquillaje copiosamente aplicado, que dejaba el contorno de sus ojos formado por una sombra tan espesa como la nata hirviendo en la cacerola. Bajó la intensidad del fuego para evitar un derrame que llenaría el pequeño local de un aroma a leche quemada, el cual unido al sopor despedido por la parrilla, volvería la atmósfera insoportable de respirar. Escurrió la lechuga, y la coloco junto a las legumbres finamente picadas. Tomó con las manos una porción de carne, la cubrió con el pan recién pulverizado, y soltó esa pequeña maravilla isolada como un proyectil sumergiéndose en el atlántico. El aceite crepitó. Don Roberto, atento a los movimientos culinarios, recordó el andar de su mujer por la cocina. Viudo de un par de años para acá, encontraba siempre pretextos para secarse una pequeña lagrimilla que avivándose asomaba la cabeza por entre la piel de su rostro, exclamando al concluir su faena “que buena era” al tiempo que suspiraba una nota gorda. Es claro que el venerable hombre no estaba tan abandonado a la gracia de Dios, pues frecuentaba a una mujer por lo menos quince años menor que él; Su modo de mantener viva la memoria de la difuntita en presentaciones públicas, lograba hacerlo lucir como un encomiable caballero a la hora de las disertaciones de bar y cafetín, guardando lo carnoso del asunto para las conversaciones de sala de estar, donde bajo la premisa de ‘la comunicación entre vecinos es importante’ se paseaban entre susurros y voces contenidas, todo tipo de notas recriminatorios hacía su persona: chismorreo de chachalacas, las nombraba de memoría, al tiempo que trasladaba una mano a la cintura de su acompañante. Lourdes se llevó a la boca un trozo de carne de res, sin darse cuenta sumergida en sus prisas, lanzó por los aires una porción de salsa de mole salpicando el cabello de la mujer de Don Roberto. Un fuerte reclamo partió con un grito agudo que decía “ya ves lo que piensan de mí”, que degeneró en un altercado de pleito y desgreñe ; en seguida Doña Lupe voló desde atrás de la parilla, llevándose en el salto de sus más de cien kilos la mandíbula de Don Roberto, y un plato de arroz que vuelto astillas se dispersó por el suelo. Una mirada calmo el hervor. Fue por una escoba, se la entregó a la mujer conflictiva y volvió a su puesto. El caldo de conejo soltaba un tufo de cocción, elevando enormes burbujas hacía la cumbre del cielo raso.

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