Te miré como se miran las primeras luces del alba, cuando el sueño aun no deja abrir los ojos, y lo que golpea el rostro es una lacerante lengüetaza de sol. El viejo mendigaba debajo de las gradas, con una mano extendida sosteniendo un tazón de peltre raído por el tiempo en proporción al frío actuando en su rostro. “Soy todo rostro” recordé de los hombres inmunes a esas proposiciones climáticas que aconsejan vestir abundante ropa, quienes con la ligereza de algún arbusto creciendo en la montaña, llevan encima su desnudes prístina, sin inmutarse con la lluvia, ni dejarse subvertir por las amenazas del fuego sagrado bajando por la boca de las campanas de la catedral: cavidades tan amplias como los sermones mohosos de la petrificación sacra.
Así que tú estabas por arriba atravesando el portal de la tienda, mientras crepitando la carencia que hacía raer su tazón de peltre, el anciano del portal improvisado frotaba su rostro contra los hombros de la sudadera, proporcionándose algo de confort entre toda aquella fornicación de placeres culinarios, pues a unos cuantos metros, una señora analfabeta vendía unos tamales encumbrada en el vicio del tabaco, y cruzando la calle, en la dirección desde la que había dirigido mis pasos, un puesto de pan abría sus puertas en señal de bienaventuranza. “Buen año para todos” se escuchaba la voz de los locatarios furiosos por la hueste de hormigas que amenazaban con hurtar las porciones ocultas a la vista, cuidando de no torcer la mueca que se habían impregnado en el rostro con la locución de buenos deseos póstumos.
Bajaste bellísima y desnuda, como la parte interior de un libro. Podía leer a diestra varias de las partes de tu anatomía, enlistadas perfectamente en compañía de imágenes ilustrativas. Toda tú eras guante, acusando buena voluntad en la sonrisa esbelta dirigida al hombre en el portal improvisado, a quien le bastó estirar una mano, para acariciar la suave tela del vestido que acababas de comprarte, y sentirse partícipe del paraíso.
Así que tú estabas por arriba atravesando el portal de la tienda, mientras crepitando la carencia que hacía raer su tazón de peltre, el anciano del portal improvisado frotaba su rostro contra los hombros de la sudadera, proporcionándose algo de confort entre toda aquella fornicación de placeres culinarios, pues a unos cuantos metros, una señora analfabeta vendía unos tamales encumbrada en el vicio del tabaco, y cruzando la calle, en la dirección desde la que había dirigido mis pasos, un puesto de pan abría sus puertas en señal de bienaventuranza. “Buen año para todos” se escuchaba la voz de los locatarios furiosos por la hueste de hormigas que amenazaban con hurtar las porciones ocultas a la vista, cuidando de no torcer la mueca que se habían impregnado en el rostro con la locución de buenos deseos póstumos.
Bajaste bellísima y desnuda, como la parte interior de un libro. Podía leer a diestra varias de las partes de tu anatomía, enlistadas perfectamente en compañía de imágenes ilustrativas. Toda tú eras guante, acusando buena voluntad en la sonrisa esbelta dirigida al hombre en el portal improvisado, a quien le bastó estirar una mano, para acariciar la suave tela del vestido que acababas de comprarte, y sentirse partícipe del paraíso.

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