viernes, 20 de marzo de 2009

Marzo

Tu, sentada como si el mundo acabara de dejar un fruto cerca de la mesa mientras en rededor todo era hojas cayendo aun verdes como helicópteros o amarillas ejercitándose como salvavidas. Uno podía estirar la mano y en seguida tenía un sombrero. Lo puse sobre tu cabeza, así la sombra fue doblemente tuya, doblemente cálida. Tenías puesta también una sonrisa de esas que elevan el mundo hasta una posición en que la luz rebota en todos lados como cuando es de mañana, en los primeros momentos del día en ciernes. Tomabas un buen vaso de jugo de naranja, mientras las palabras nos iban llenando: “¿Que puedo hacer si puedo hacerlo todo y no tengo ganas sino de mirar y mirar?” y luego de mirarnos y mirarnos supimos sin duda que aquello era la felicidad, y la mesa, los cubiertos, la comida misma, la mañana, el amable mesero, el comensal con toda su familia en la mesa de enfrente, la fuente, las confituras, los colores, eran meros accesorios de algo que tenía su raíz mucho más arriba o mucho más abajo. Tus ojos con todo el asombro del mundo, con el resplandor que el maravillarse de las cosas pequeñas, concretas, le da a la mirada de los niños, descubrieron ciertos matices en las naranjas de un árbol próximo, y entonces quisiste inmortalizarlas, pero yo con la esperanza puesta en un arrebato lúdico que pretendía encontrar en los animalitos de barro que nos ofrecían dos infantes con sendas canastas alguno con las particularidades que había vislumbrado en un sueño, retrase la consumación de tu deseo hasta que tardíamente apareció el Mayor Sabines arruinando el cuadro que tenías en mente, pero proporcionándote un mayor interés cifrado en sus maullidos y sus pequeños lengüetazas de gato, hasta que torpemente bajó y pudimos llevarlo a casa, recuperado, solventando nuestra angustia tras su desaparición.

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