martes, 23 de septiembre de 2008

Toco mi rostro, no me he afeitado si acaso hay un rostro, si acaso una textura de la sordina telepática se ha dignado a dejar el ámbito de la certeza poética para venir a hacer piel en este lugar donde todo cambia, donde nada es.

Yo soy el que soy (Ex 3,13-14)

Nace el gran laberinto que aun no se atreve a ver sobre si mismo, a dirigir una atónita mirada a su vientre tambaleante. Una porción de materia suave, como las vísceras separadas de algún animal de ordeña, teñidas en rojo, sobresale por la banqueta, por el muro de ladrillos, por el techo de lámina de asbesto. Este es mi vientre, la entrada a una casa de ladrillos, con altas aceras de tierra y techo de lámina de asbesto; mi vientre es una paupérrima casa, sin ventanas, apenas con un cartón haciendo de puerta. El lujo de los materiales externos se compensa con la ausencia de muebles, yo digo: ascetismo, esto es cercano, parecido a mis manos de agua.

Yo te daré una tierra y una descendencia (Gén 12,1-3).

Mi rostro, que acaso es rostro, se llena de gemas aladas, cantarinas, sobresaltadas por mi vientre dispuesto a ser habitado. Pronto las plumas dieron origen a más plumas, los cantos a más cantos, el hambre a más hambre, y el ladrillo sirvió para saciar el escozor de sus tripas, y mis manos para abrevar sus gargantas agujereadas. Así, cantando, cantando, fueron asciendo a mi rostro más rostro. Mi rostro fue finalmente un rostro, y no una incertidumbre de vértigo.

No hay comentarios: