martes, 22 de marzo de 2011

Ella estaba de pie. Apresurando el paso sentía la alteridad de la tarde. Alteridad, vaya palabra en desuso, pero así era ella, una arqueología de las expresiones matutinas. Quizás deba decir que no era muy guapa, pero llevaba una tormenta en la cintura. Cada vez que alguien volteaba a ese estrechamiento de su parte media, era la revolución o su memoria la que devolvía un estallido de pólvora. Pero hay que decirlo en sentido amplio, no era solamente su capacidad sensual,sino el vaivén propio de las mareas; cercana a la playa como había sido desde su infancia, la ciudad que ahora acaparaba sus avatares de adulta lucia insulsa y descolorida.

Pero volvamos al presente, a ella orbitando otro plano. Había visto el atardecer tantas veces morir con el sol colgado de lo más alto de un árbol, y por eso de pie frente a la ventana, esperaba al menos las fanfarreas anunciando su precipicio. También se habría conformado con la mirada de las palomas, incapaces de manos profanatorias

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